martes, 24 de febrero de 2009

Pesadilla en el autobús

Ayer por la mañana me tenía que venir desde Estepona. Mi hermana, que estaba también allí, recibió una inesperada llamada por la que se vio obligada a volver a Algeciras antes de lo previsto. A mí me vino bien, porque así me iría con ella en el coche y me ahorraría un autobús, pero hubiera preferido que no le fastidiaran el día libre a ella.

Cuando subí al autobús que me llevaría desde Algeciras hasta Sevilla, el conductor pronunció cinco palabras que anunciaban un incómodo viaje: "¡Cada uno a su sitio!" A juzgar por la gente que iba a subir, podía tener una probabilidad de un 5% aproximadamente de ser la afortunada a la que le tocase el último asiento de los que debían ser ocupados. Pero sólo sería afortunada de verdad si, en tal caso, el último asiento asignado contaba con uno libre a su lado. Es decir, que esto reducía mis posibilidades de ser la ganadora de un auténtico viaje cómodo -desplomada entre dos asientos con la cabeza sobre la mochila- a la mitad (no estoy segura... a lo mejor alguien que sepa estadística me crucifica). Un 2,5%. Siendo consciente del porcentaje de mierda que había quedado, me dispuse a mirar mi billete atemorizada: "Asiento 06". ¡Nooooooooooooooooo! Desde aquella vez que gané dos bicicletas de montaña en el bingo de los Urrutias (hace muuuucho tiempo) el azar nunca se ha vuelto a poner de mi lado. Creo que gasté toda mi suerte en esas líneas de números ¬¬. En fin, me coloco en mi asiento, que da a la ventanilla. Me encajo entre el de delante y el de detrás, con la mochila entre los pies. Mi compañero es un hombre bastante grande, de los que necesitan asiento y medio. Pero la verdad es que a su lado me siento cómoda. Al menos yo puedo apoyar las rodillas contra el asiento de delante, dejando los pies caer. Él no puede ni moverse, el pobre. Saco mi bolsa de anillos de maíz. Cuando me he comido tres o cuatro el conductor se asoma haciendo recuento y me dice que no coma en el autobús. Tras cinco minutos en marcha, empiezo a sentir claustrofobia. Saco un libro, aunque me maree leer en el autobús, para olvidarme de que me esperan dos horas y tres cuartos así. Entonces el del asiento contíguo saca una lata de cerveza. Odio el olor de la cerveza si la bebe otra persona, y más en las condiciones en las que me encuentro. Delante, dos señoras han hecho buenas migas y no paran de hablar: de Los Pilares de la Tierra, de su yerno una, de su nuevo nieto otra... Pero no me molestan, seguro que son de esas mujeres que con poco que te conozcan, te reciben con los brazos abiertos y una bandeja repleta de surtido de charcutería, queso y piquitos en su casa. Por otra parte, el conductor no para de hacer zapping radiofónico. En un minuto se escucha una canción electro francesa, la melodía de cadena dial ("Cadeeeeeeena Diaaaaaal"), unos locutores debatiendo sobre la crisis, un trozo de alguna de las tropecientas mil canciones iguales de La Oreja de Van Gogh, algo de música clásica... Al final se decanta por Cadena Cien, y yo sin pilas en el MP3. El hombre de al lado empieza a eructar por la nariz. Pensará que así no se nota, o le dará igual que se escuche ese sonido asqueroso -algo así como "mmmbrrruufffff"-. Y yo tuve que guardar mis anillos. Me entran ganas de preguntarle al conductor si beber cerveza y eructar (aunque sea con la boca cerrada) en el autobús no está prohibido. Cuando se acaba la lata la guarda en un bolso rojo de bandolera que lleva. Entonces saca un chicle de menta y empieza a masticarlo de forma estruendosa. Ahora alterna eructos con la boca cerrada y "ññññiaaaammmsss, ñiaaaammmssss ttcccchhhhhhhhhhffffs".

Y así hasta la estación del Prado de Sevilla.

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